El timbre que daba inicio a las clases volvió a sonar como cada mañana. Los chavales a los que enseñaba estadística entraban en clase montando un gran alboroto, correteando y gritando antes de que la clase diera comienzo. Aquél año había tenido bastante suerte, su grupo era de los más tranquilos de aquél instituto de las afueras de la ciudad y no le causaban demasiados problemas. Llevaba bastantes años enseñando a las nuevas generaciones la importancia de los números, aunque a ellos no les interesaba demasiado.
Fue uno de los pocos que terminó la carrera de matemáticas en su promoción. Fueron menos aún los que acabaron con un expediente como el suyo, que le abría las puertas a cualquier lugar que deseara. A pesar de que las universidades y los centros de investigación se lo rifaban, prefirió a los jóvenes. No le costó mucho trabajo encontrar un lugar cercano a su casa en el que le dieran trabajo. Su instituto buscaba a alguien como él: joven, trabajador y con mano dura para enseñar la asignatura. Y así era él.
A sus 30 y bastantes años Fran era un hombre de altura media y ancho de hombros. Una fina barba muy bien recortada acompañaba al pelo gris de su cabeza. Los demás profesores tomaban a los matemáticos como unos “frikis” chiflados que se pasaban las horas delante de pizarras llenas de ecuaciones, pero él parecía ser la excepción a la regla, porque tenía el cuerpo trabajado en el gimnasio, una de sus pocas aficiones conocidas por todos, y disfrutaba saliendo a tomar algo como el que más. Desde que entró a trabajar en aquél instituto las compañeras de trabajo no perdían detalle de él y, aunque alguna intentó echarle el lazo, no mostraba interés en el tema.
Continuó dando la lección mientras sus alumnos escuchaban atentamente. Rondaban la veintena la mayoría, no pudo evitar fijarse en lo “potente” que venía la juventud: a todos los chicos, o la gran mayoría, se les notaba que iban al gimnasio mientras que las chicas iban cada vez con ropa más ajustada. Entre aquél grupo había todo tipo de personas: los típicos chulos de barrio, algunos más tímidos, los estudiosos… pero en general se llevaba bien con todos. Tras un rato más el timbre que marcaba el fin de las clases sonó, acabando con su jornada por aquél día.
Se despidió de sus alumnos y compañeros de trabajo y cogió el metro de vuelta a casa. Estaba lleno, como de costumbre, se agarró a una de las anillas que colgaban del techo antes de que el tren arrancara. Cuando comenzó a moverse un chico joven chocó contra él de espaldas, quedando muy cerca el uno del otro. Agarró la cintura del joven con la mano que tenía libre antes de que ambos cayeran al suelo y las dejó ahí por un breve instante. Tenía la ingle muy cerca de su trasero y su cabeza, cubierta de una corta melena rubia, sobre su pecho; imaginó que metía la mano por su pantalón mientras le mordía el cuello, haciendo que se retorciera de placer. La magia acabó cuando el joven se giró para agradecerle el haberle sujetado y pudo ver su cara, era uno de sus alumnos.
Ambos se saludaron, sorprendidos al principio, ninguno de los dos sabía que cogían el mismo tren. Tras acabar de golpe con el calentón hablaron tranquilamente mientras llegaban a su destino. Recordó rápidamente quién era aquel chico, se llamaba Abel, era un chico algo más bajo que él, pelo corto, rubio, delgado… una persona sencilla y de ojos soñadores que no llamaba demasiado la atención en clase. La conversación no se alargó demasiado, pues a los pocos minutos de comenzar el tren llegó a su destino. Ambos se despidieron hasta el día siguiente en el andén y Fran continuó con su camino.
Llegó a casa poco después. Era un gran edificio acristalado, de amplias ventanas, situado no muy lejos del centro de la ciudad. Albergaba más oficinas que casas, así que la gente se sorprendía cuando decía que vivía ahí. Abrió la gran puerta de cristal del portal y tomó el ascensor hasta el último piso. Tras abrir la puerta de casa entró en su ático. Era espacioso y bien iluminado, los diferentes muebles, colocados con muy buen gusto, separaban las diferentes estancias, entre las cuales no había apenas tabiques, salvo para el cuarto de baño y las habitaciones. Las grandes ventanas le daban unas vistas privilegiadas de toda la ciudad.
Dejó sus cosas sobre la cama en el dormitorio y comenzó a prepararse para la noche. Se dirigió a la otra habitación y, tras cerrar la puerta tras de sí, alcanzó con la mano uno de los libros de la estantería. Tras tirar de él la estantería se hizo a un lado, dejando al descubierto su pequeña zona de recreo. Ahí estaba todo tal y como lo dejó: Su estante repleto de juguetes, con cuerdas colgando de los colgadores, su aspa acolchada, sillones varios… una pequeña mazmorra muy bien disimulada. Se sentó y comenzó a preparar las cuerdas para la noche: varios colores, varias longitudes y grosores… la rutina previa a un espectáculo.
Recordó como instaló todo aquello: con la mayor discreción posible él y algunos amigos visitaron el almacén por la noche, tras comprarlo todo y sin que nadie los viera, sobre las 4 de la madrugada llevaron todo a casa. Incluso las grandes mentes tenían sus secretos. El esfuerzo sin duda había merecido la pena, pues aquella habitación le había otorgado grandes momentos tanto a él como a la gente que la visitaba.
Tras trenzar toda la cuerda y guardarla en su bolsa de deporte, procedió a vestirse. Para aquella noche eligió unos pantalones de cuero negro, muy ceñidos y una camisa blanca, sobre la cual se puso un chaleco, también de cuero negro. Añadió también la máscara que vestía en todos los espectáculos, le cubría la mitad de la cara, dejando al descubierto la boca. Cuando acabó el sol se ocultaba para dar paso a la noche, ya era casi la hora de salir. Preparó los últimos detalles y tras ponerse el abrigo se puso en marcha.
Había empezado a practicar bondage hace mucho tiempo, cuando tenía 24 años. Tras sus primeros pasos “de bondage de andar por casa” algunos amigos le animaron a presentarse a un peculiar concurso de talentos que organizaba uno de los bares de ambiente que frecuentaban. Tras su número, en el que realizó una suspensión espectacular, dio el salto a la fama en el mundillo y los bares se peleaban por verlo en acción. Su trabajo era puro erotismo, sensual, diferente… y mucha gente lo valoraba. Una vez al mes visitaba alguno de estos locales para hacer una exhibición, cosa que mucha gente agradecía, con mucho cuidado de mantener su identidad en secreto, nadie debía saber lo que hacía.
Tras llegar al local donde actuaba preparó el escenario, los organizadores habían retirado la barra donde solían bailar sus gogos ligeritos de ropa. Se aseguró de que el mosquetón sujeto al techo estaba bien asegurado para aguantar el peso de una persona, no quería disgustos. Cuando todo estuvo preparado los encargados del local lo invitaron a copas. Antes de comenzar el espectáculo lo preparó todo minuciosamente y, finalmente, se puso la máscara, poco después la gente comenzó a entrar en el local. Había muy buen ambiente, la gente hablaba, bebía y bailaba un poco, algunos ya habían conseguido echar el guante a su ligue de la noche y disfrutaban de la presa apiñados en las paredes. Aquella noche incluso había gente más joven de lo habitual.
Cuando llegó la hora el encargado lo presentó y se subió al escenario, a su lado estaba otro de los encargados, que le sujetaba el micrófono. Los focos los iluminaron, tras los aplausos llamó al escenario a la persona que había preparado el local para realizar el espectáculo, un modelo despampanante de pectorales generosos y un abdomen de infarto que haría que a todos se les cayera la baba. Se hizo el silencio en el local, nadie respondía a su llamada. Todos se miraron los unos a los otros, aquello no solía ocurrir. El encargado, nervioso, cogió el teléfono y comenzó a llamar al modelo, pero nadie contestaba a sus llamadas. Viendo que la gente comenzaba a mosquearse, pidió disculpas e hizo algo fuera de lo habitual. Cogió el micrófono y pidió un voluntario entre el público. “Alguien de mi estatura, 73 kilos, que no tenga miedo a quitarse un poco de ropa…”.
La gente comenzó a murmurar y entre la multitud se escuchaba el “anímate, venga”. Tras animar un poco más la situación un grupo de chicos llevó en brazos a un compañero hasta el pie escenario, entre risas. Delgado, pelo rubio y corto, joven y sospechosamente familiar. Cuando le tendió la mano para ayudarlo a subir al escenario se percató de quién se trataba. Lo había tenido muy cerca aquél mismo día, pero jamás se imaginó encontrarse a Abel en aquél lugar. Haciendo gala de su habilidad para ocultar la sorpresa lo ayudó a subir y pidió un aplauso para él. La enorme ovación que recibió su joven alumno fue tal que hizo que se sonrojara, tras acabar le pidió que se quitara la camiseta, el obedeció. Tenía un cuerpo muy bonito, con algo de pelo rubio por el pecho. Le cogió de la mano e hizo que girara sobre sí mismo para que todos lo vieran, de nuevo el público se mostró satisfecho con el voluntario. Tras la ovación comenzó con su trabajo.
Le colocó las manos sobre la nuca y preparó el arnés de pecho, con sus manos rozó cada centímetro de su piel mientras lo cruzaba una y otra vez con las cuerdas, explicando paso a paso lo que estaba haciendo. Después preparó el arnés de las piernas, estar tan cerca de sus nalgas lo excitó. Tras pedirle permiso para quitarle los pantalones Abel accedió, se deshizo de aquella prenda, dejando a la vista el jockstrap que lucía. “Me va a dar algo” pensó Fran:
- Cuidado con este chico una vez que termine el show – dijo Fran al micrófono – viene a por todas.
La gente rió con el comentario, acto seguido y manteniendo la calma, siguió haciendo el arnés de piernas. Una vez acabado pasó las cuerdas por el anillo que colgaba del techo y, tras asegurar todas las cuerdas, lo suspendió. El público enloqueció. A la luz del foco pudo observar como Abel sudaba, también pudo ver como el rabo le oprimía la ropa interior, muy mojada por el subidón. Tras darle un par de vueltas en aquel anillo lo dejó mirando hacia sí:
- Dios que pasada – dijo Abel, colgando todavía del techo.
Fran le acarició la pierna como signo de aprobación antes de liberarlo. Una vez estuvo libre de sus ataduras volvió a cogerle de la mano y a girarlo sobre sí, de nuevo el público enloqueció. En aquel momento, cuando le devolvieron la ropa, le estrechó la mano y, antes de bajar del escenario, se le acercó mucho, Abel lo agarró del chaleco y le dio un beso en la boca. Dejándose llevar le devolvió el beso, a la vez que acariciaba sus nalgas. Se sintió muy afortunado de llevar la máscara en aquel momento. Cuando acabaron bajo del escenario, pidiendo un aplauso muy fuerte para el voluntario. Sus amigos lo vitorearon a más no poder.
Fran se despidió de su público y bajo del escenario para reunirse con sus amigos, no sin antes tener una charla con los organizadores. Sus amigos estuvieron encantados con lo que hizo, un trabajo brillante. Tomaron algunas copas antes de volver a casa. En cuanto se desnudó para darse una ducha fría pudo ver como un papel caía de su chaleco, en él había un número de teléfono. Parecía que aquella noche se había ganado un admirador más, aunque no recordaba quién había podido meterle aquél papel en el bolsillo.
Se tumbó desnudo en la cama y hundió la cabeza en la almohada. Con el rabo todavía duro a pesar de la ducha fría, comenzó a frotarse contra el colchón, pensando en lo que había ocurrido aquella noche. Terminó masturbándose con la mano, llenándose todo el pecho de leche, pensando cómo se hubiera follado a su joven alumno mientras estaba suspendido en el techo de aquél local.
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